Instituto Cultural Cuetzpaltzin
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Leyendas de Puebla

20 Oct 10 - 22:09






El Rosario de Amozoc


Durante el periodo de Virreinato, en el municipio de Amozoc aconteció un hecho que a lo largo de la historia de México ha extrañado y conmocionado a todos quienes han escuchado el relato. En este tranquilo poblado de artesanos y gente trabajadora, vivía Alberto, líder de uno de los gremios más importantes de plateros de la región. Alberto acostumbraba a reunirse frecuentemente con sus vecinos y amigos de Amozoc para celebrar las festividades del pueblo. Sin embargo, la discordia provocada por una mujer llevó a que algunos de sus más allegados compañeros decidieran alejarse de él y formar su propio gremio.

Llegaba la época de las primeras festividades del año y los gremios acostumbraban superar sus diferencias y unirse para compartir los gastos y por unos días, celebrar en conjunto las fiestas, que ya eran toda una tradición en Amozoc. La celebración requería que días antes de la misma, cada gremio dedicara un día entero a los preparativos; que todo fuera incluido y que cada habitante del pueblo fuera informado era lo más importante para Alberto. La alegría en su rostro aumentaba cuando se veía acompañado de Catalina, una joven de gran belleza y esplendor, quien en todo Azomoc era conocida como “La Culata”. La presencia de la joven intimidaba a muchos y molestaba a otros, sobre todo a Enrique, líder del segundo gremio más importante del pueblo.

El coraje que Enrique sentía al ver a La Culata al lado de Alberto provocaba en él los sentimientos más despreciables y continuamente se lamentaba por no haber conseguido el amor de Catalina. Su odio aumentaba cada día más, hasta el grado de que ambos gremios se miraran con desprecio y evitaran a toda costa cruzar siquiera una palabra. La situación era cada vez más insoportable y decidieron hacer sus fiestas por separado, sin que ni unos ni otros intervinieran en los festejos.

Así fue, hasta que las rencillas se hacían cada vez más notables entre los gremios. Preocupados por un posible enfrentamiento, las autoridades religiosas y civiles del pueblo citaron a ambas partes a dialogar y llegar a un acuerdo justo para los grupos de Alberto y Enrique. A pesar del profundo odio que se tenían, decidieron que las próximas festividades las llevarían a cabo en conjunto, sólo por agradecimiento a su Santo Patrono
Llegó el día esperado y todo estaba listo para la fiesta. En la Iglesia se dieron cita todos los miembros de ambos gremios y gente del pueblo. La misa se celebraba con normalidad y daba paso a la letanía; fue cuando el coro comenzó a cantar “Mater Immaculata” en latín, cuando Enrique alcanzó a ver sobre sus hombros, como Catalina besaba con suavidad en la mejilla a Alberto. La ira que se produjo en el corazón de Enrique era cada vez mayor. Entre las estrofas de aquel cántico logró distinguir las palabras “maten a la Culata”, las cuales se confundían con las angelicales voces de los niños.

Sin dudarlo más, Enrique sacó el cuchillo que siempre llevaba consigo y se abalanzó sobre La Culata. Un grito seco y estremecedor se escuchó antes de que el corazón deLa Culata cayó a los pies de Alberto y éste tomó de su cinturón el machete que lo acompañaba en todo momento. Los golpes comenzaron entre ambos bandos, interrumpiendo la celebración. Niños, mujeres y hombres pelearon y muchos de ellos murieron en aquel día de fiesta. Catalina fuera atravesado con aquel frío metal.
La Culata cayó a los pies de Alberto y éste tomó de su cinturón el machete que lo acompañaba en todo momento. Los golpes comenzaron entre ambos bandos, interrumpiendo la celebración. Niños, mujeres y hombres pelearon y muchos de ellos murieron en aquel día de fiesta.

La tragedia dividió al pueblo durante muchos años y a pesar de que las diferencias entre gremios se han olvidado poco a poco, algunos de los plateros de Amozoc aseguran que por las noches, en la Iglesia del poblado se pueden escuchar los gritos de Catalina y un coro celestial que canta “maten a la Culata”.
El Callejon del Muerto
(Ciudad de Puebla)
Una extraña madrugada  del año 1785, en la antigua ciudad de Puebla, Doña Juliana Domínguez, esposa de Don Anastasio Priego, de familia acaudalada y dueños del Mesón del Priego, comenzó con dolores de parto, por lo que fue necesario salir por la partera Doña Simonita, quien se encargaría de ayudar a Doña Juliana en las labores.

Don Anastasio sin pensarlo más, corrió por su sombrero, capa y espada y pidió a la servidumbre que fuera preparando todo lo necesario para el alumbramiento mientras él regresaba con la partera. Era una noche lluviosa y como siempre, algo peligrosa, motivo por el cual quisieron acompañarle sus ayudantes, pero Don Anastasio no quiso la compañía de nadie y se dirigió solo hacia su destino.

Caminaba a través de la negra noche, abriéndose paso entre las sombras para llegar a casa de la partera, cuando de pronto lo sorprendió un hombre que en forma enérgica y poco cortés desenvainó su espada y se la puso en el abdomen al Señor Priego al mismo tiempo que le exigía el oro o la vida.

Don Anastasio no temió y saco su espada con la rapidez de un relámpago, la hundió en el corazón del asaltante, quien inmediatamente calló muerto. Con la prisa que tenía por llegar a donde estaba la partera, corrió con todas sus fuerzas hasta encontrar a Doña Simonita. Pocos minutos después Don Anastasio y Doña Simonita cruzaron por el Puente de Ovando, evitando regresar por el mismo rumbo, llegando justo a tiempo para recibir a un par de hermosos gemelos.

Al terminar su trabajo, Don Anastasio acompañó de nuevo a la partera; más que por cortesía, lo hizo por regresar al lugar del crimen donde encontró el cadáver rodeado de curiosos que oraban por su alma. A partir de ese momento, le empezaron a llamar el callejón de El Muerto, antiguo Callejón de Illescas.

Días después de lo ocurrido, se cuenta que por las noches comenzó a aparecerse la figura del asaltante ante todo aquel que pasaba a horas no apropiadas, motivo por el cual Don Anastasio, mandó a hacer misas en su honor, esperando que con ello se librara de la culpa tan grande que sentía.

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, la imagen del hombre seguía apareciendo y aterrorizando a todo el que por ahí cruzaba. Fue entonces que por fin, Don Anastasio decidió enfrentar al muerto y pedirle que se fuera. Así lo hizo, pero la figura espectral sentía tanto odio por haber muerto de aquel modo que lo único que pudo hacer fue condenar a Don Anastasio a vivir una vida de sufrimiento como consecuencia de lo que había hecho.

Desde aquella noche comenzó la desgracia de Don Anastasio, ya que primero murió su esposa, y poco tiempo después, sus gemelos, quedándose completamente solo en el mundo, con una gran tristeza en su corazón.  
Actualmente, en el callejón del muerto, muchos aseguran que por las noches puede verse la silueta de un hombre con una espada, que camina sin rumbo fijo, esperando encontrar algún día la paz que necesita para dejar este mundo.
 
El Puente de los Duendes
(Sierra Mixteca)
Hace tiempo ya, que en Tehuacán aconteció uno de los hechos más extraños en la historia del poblado. Don Hilario, uno de los lugareños más conocidos de la región, acostumbraba a ir de parranda todos los fines de semana a olvidarse del trabajo rutinario y encontrar algo de calma después de tanto cansancio. Don Hilario siempre regresaba a altas horas de la noche y en su camino, el puente lo esperaba para cruzar hasta la calle donde se encontraba su morada.
 
Generalmente sus amigos lo acompañaban, pero una noche de noviembre, una trifulca callejera impidió que la fiesta continuara y todos se dispersaron rápidamente, dejando a Don Hilario a su suerte y con suficientes copas encima como para perder la noción del tiempo y el espacio.
 
Sin embargo, Hilario caminó como pudo siguiendo el sendero de árboles que bien recordaba se encontraba antes del puente. Pensando que ya pronto estaría en casa y alegrándose por ello, se dispuso a cruzar el puente, cuando frente a él pudo observar una gallina grande y regordeta que al parecer había escapado de alguna casa aledaña y no sabía por donde regresar.

Hilario pensó que a esa hora nadie saldría a buscarla y fácilmente decidió atraparla y llevarla consigo, ya que la resaca del día siguiente sería muy bien controlada con un caldo de aquella bien nutrida gallina.
 
Decidido a obtener ese preciado regalo que se encontraba en su camino, comenzó a perseguirla, sin lograr siquiera alcanzarla. Cuando su suerte cambió y estuvo a centímetros de tomarla en brazos, la gallina corrió rápidamente hacia abajo del puente, donde Hilario la persiguió, bajando cautelosamente sin hacer demasiado ruido.
 
El rostro de Hilario palideció de un momento a otro y el alcohol que estaba en su cuerpo y lo hacía sentirse extraño, se desvaneció en un instante al contemplar como algunos seres diminutos, de grandes colmillos, devoraban viva a la gallina y la despedazaban para compartir su carne.
 
Presa del pánico, Don Hilario intentó correr a toda prisa y dejar atrás aquella tétrica escena; sin embargo, aquellas pequeñas figuras salieron de entre las sombras, persiguiéndolo y logrando con uñas y dientes, detenerlo momentáneamente.
Con las fuerzas que le quedaban, rezó pidiendo librarse de aquel suplicio que le ocasionaban las mordidas y rasguños por los cuales ya comenzaba a brotar la sangre.
 
Sin saber cómo ocurría, logró liberarse de aquellos diminutos seres que no dejaban de lamer su sangre. Corriendo con toda la rapidez que le era posible, llegó a su casa, donde se encerró y cayó desmayado.
 
Al día siguiente, Don Hilario despertó con la sensación de que todo aquello había sido una horrible pesadilla y que ahora estaba a salvo. Sin embargo, al intentarse poner de pie, se dio cuenta que en sus piernas y brazos había un dolor terrible, había restos de sangre y pudo distinguir las marcas de dientes en su piel. Don Hilario jamás volvió a beber y dejó el pueblo, deseando jamás repetir esa escalofriante experiencia.
Desde aquel entonces y hasta ahora, muchos que han cruzado el puente por la noche, aseguran haber escuchado y visto estas extrañas criaturas que dejan huellas de sangre en el camino.

El Puente del Fraile
(Ciudad de Puebla)
La leyenda del nacimiento de Puebla alude a la proximidad de una corriente, pues dice que Fray Julián Garcés vio en sueños el río que atravesaba los terrenos donde se levantó la nueva ciudad, y este río, el Almoloya, al que los franciscanos le pusieron de San Francisco, es donde actualmente está el Boulevard 5 de mayo.
Conexos al río de San Francisco y a su historia, son los pasadizos que salvaron los obstáculos de las aguas, pocas o caudalosas, citados en documentos municipales, que recibieron el nombre de puentes. Y tanto del río de San Francisco como de los puentes surgieron numerosas leyendas, por las múltiples inundaciones que causó a través de los siglos.

Una noche fría de noviembre, hace ya muchos años, en la ciudad de Puebla se encontraba en su hogar Doña Esperanza, una joven mujer que se dedicaba a tejer en su bastidor durante todas las tardes mientras esperaba la llegada de su marido. Tranquilamente trabajaba la mujer, cuando Don Filiberto, su esposo, llegó corriendo a su casa, desesperado  e interrumpiendo a su mujer, le pidió que dejara todo y que lo acompañara a visitar a un amigo que se encontraba moribundo, por lo cual era preciso ir por un sacerdote para darle los Santos Óleos.

Doña Esperanza, llena de preocupación y angustia preguntó quién era aquél hombre que estaba a punto de morir, pues ella conocía a todos sus amigos y ninguno estaba enfermo. Don Filiberto le explicó que era un antiguo amigo que había regresado de España y que venía bastante enfermo.
Sin preguntar más, los dos se dispusieron a salir y buscar el sacerdote que su amigo necesitaba. Durante el trayecto, la mujer que además de hermosa era muy educada, preguntaba a su marido cómo había enfermado su amigo, sin que éste le diera una respuesta razonable.

El camino fue corto y rápidamente hallaron al sacerdote, al cual don Filiberto explicó lo sucedido y le pidió su ayuda, motivo por el cual los tres se pusieron en marcha rumbo a la casa del moribundo.
Caminaron por la oscura calle empedrada, Doña Esperanza al lado del sacerdote, y detrás de ellos Don Filiberto, quien iba sumamente callado y pensativo. Nadie sabía que no era preocupación por su amigo lo que sentía, sino profundos celos ante el hecho de que su esposa le fuera infiel, ya que ella era muy bella y muchos hombres caían rendidos ante sus encantos.

Don Filiberto lo había planeado hace mucho: sacar a su esposa de casa, conseguir un sacerdote que la confesara delante de él y conocer el nombre de su amante, para matarlos a ambos. A pesar de que Doña Esperanza siempre fue una mujer recatada y fiel, Filiberto siempre había sentido esos celos enfermizos por ella.

Tomando por la espalda a su mujer y empujándola contra el sacerdote, le gritaba que debía confesar con quién lo engañaba a diario mientras él trabajaba, mientras la amenazaba con una daga en el cuello.
La mujer lloraba e intentaba que su esposo entrara en razón y se diera cuenta que estaba equivocado, pero el hombre no entendía y insistía en conocer la verdad.

El padre pensó rápidamente una forma de evitar un asesinato y salir con vida de aquella locura, por lo cual, sabiendo que había un puente muy cerca del callejón, fue obligando en su caminar a que Filiberto se dirigiera hacia él. Al llegar al borde, el sacerdote pensó en aventarlo hacia el agua y escapar, pero al intentarlo, Don Filiberto le clavó la daga en la cabeza y el sacerdote de inmediato murió, dejando a su suerte a Doña Esperanza, quien finalmente pudo escapar.

Desde aquel entonces y hasta ahora, los habitantes de la ciudad aseguran que por las noches en el Puente del Fraile se puede ver la espectral figura del sacerdote, quien camina sin rumbo entre las sombras.


La Amante de los ojos claros
(Ciudad de Puebla)


Corría el siglo 15, cuando en la ciudad de Puebla de los Ángeles, en la calle detrás del Convento de Santo Domingo, vivía una mujer hermosa, de ojos claros y mirada profunda, doña Leonor de Osma, quien estaba casada pero jamás se había enamorado, por lo que en sus sueños, ella esperada al caballero que realmente mereciera su encanto.
 
Y así ocurrió, una mañana, al salir de misa, el hombre soñado llegó a su vida. Era un joven de postura arrogante llamado Gutierre de Cetina, sevillano de origen, noble y de acomodada familia; era soldado y antes de su llegada a la Nueva España había seguido a la corte por toda España, Italia y Alemania.
 
Al contemplar a doña Leonor de Osma, el caballero no pudo resistir al encanto de tanta belleza y cayó enamorado ante sus pies. Trató de conquistarla con frases y versos de amor que le hacía llegar mediante su servidumbre, con lo cual la dama sabía que su alma se consumía ante sus bellos ojos.
Sin embargo, doña Leonor no contestaba a sus cartas y cuando lo hacía alegaba su condición de casada, mencionándole todos los impedimentos ante aquel amor, sabiendo que a pesar de todo el joven la amaba.

El caballero nunca se sintió derrotando e intentó seguir concertando una cita hasta que llegó el momento en que doña Leonor de Osma decidió aceptar la cita y se dejo ver a los ojos del enamorado caballero desde su balcón, envuelta en finísimo velo blanco, como si la luna misma bajando del cielo, viniera a resaltar la magnífica escultura de su cuerpo.

Después de esa noche, sus amores fueron apasionados; pero la galante cortesanía de la época, sabía ocultar la intensidad de esas pasiones. Gutierre y doña Leonor eran felices, sabiendo que a pesar de no estar juntos, se amaban intensamente.
 
Su dicha, sin embargo fue pasajera, ya que el esposo de doña Leonor supo de aquella relación que además de dolerle en el corazón, lo humillaría algún día antes sus amistades, por lo que ordenó acabar con la vida de Gutierre. Y así fue que una noche clara de abril de 1554, mientras el joven esperaba a la hermosa dama, un hombre cubierto de pies a cabeza, clavó en la blanca carne del hombre un puñal, hasta que éste murió.
Momentos más tarde llegó doña Leonor, que terriblemente asustada y triste, lloraba la muerte de su amado, quien en su vida sólo fue una ilusión sin futuro.
 
Desde esa noche, muchos que pasan por la calle detrás del Convento aseguran que algunas veces puede escucharse la voz de Gutierre de Cetina recitando poemas a su dulce amor, la amante de los ojos claros.


Los Muertos Vivos de Cholula
(San Pedro Cholula)

Hace muchos siglos ya que en Cholula se vivió una de las matanzas más grandes de la historia de nuestro país. Se cuenta que un día, llegaron a los oídos de Alvarado -conocido por los indígenas como el dios Tonatiuh- noticias de sublevación, señalándole que días atrás, sacerdotes y habitantes se habían atrincherado en la pirámide con una buena provisión de armas, esperando la distracción de las tropas españolas para atacar.
 
Alvarado, molesto por lo que escuchaba y alegando que las nuevas tierras eran reclamadas por los Reyes Católicos, dio la orden  de recorrer casa por casa de los sospechosos, buscando detrás de puertas, altares y muros de piedra a aquellos que se atrevían a desafiarlo. Se había girado la instrucción de amarrarlos de pies y manos y llevarlos a rastras a la explanada frente a la pirámide, en el patio central.
 
La orden era cumplida sin reprochar. De centenares de casas salían los hombres maniatados y sangrantes, gritando que nada habían hecho y que nada planeaban,  y aunque no se encontraran armas que supusieran un ataque, bastaba con que a los ojos de las tropas parecieran sospechosos, por lo que niños, mujeres y hombres eran llevados por cúmulos a la explanada.
 
Todos aquellos que un día habían visto con admiración a Tonatiuh, ese día lo miraban con recelo y desconfianza, incapaces de creer su crueldad hacia ellos.
Esa misma noche, Alvarado hizo cargar las armas de pólvora y en unas cuantas horas, el olor a muerte inundaba toda la región; se mezcló la brea, la sangre, la pólvora y las lágrimas, para terminar con una noche silenciosa que se imponía sobre los gritos de dolor.
 
Desde aquél trágico suceso, en los muros de adobe rellenos de tepalcates que forman las paredes de algunas casas viejas que rodean el centro ceremonial de Cholula, todavía se pueden escuchar las voces de las almas que nunca llegaron a comprender que el destino les tenía preparada  la furia de Alvarado.

El que Mato al Animal
(Edificio del Sol de Puebla)
Cuenta la leyenda que por aquellos años del siglo 16, vivía en la ciudad de Puebla, un hombre viudo que sólo poseía entre sus riquezas a sus dos hijos, un pequeño que rondaba los 6 años de edad, y una bella joven de nombre María que había alcanzado el clímax de la juventud desenfrenada. En el transcurrir del tiempo, María se enamoró de un soldado que todos conocían como Juan Luis, quien le juró fidelidad absoluta, y para demostrarle su amor, una tarde el joven soldado decidió visitar al padre de María para pedirle la mano de su hija. Éste lo recibió en su casa, y al notar su carácter afable, decidió escuchar su petición. Platicaron de un sin fin de cosas, hasta que el padre de María escuchó sobre la afición de Juan Luis por las armas; de pronto, la respuesta fue tajante, y la petición de aquel joven, le fue negada. Por esos días en diversos rumbos de la ciudad de Puebla, apareció una gigantesca y espeluznante serpiente que paralizó a los habitantes de la pacífica localidad. Se trataba de un animal de enormes dimensiones con varios metros de largo, que abarcaba una calle entera, y que tenía una temible cabeza por la que asomaban sus filosos colmillos. Desde su aparición, el pánico se regó como pólvora entre los moradores, quienes no salían de sus casas, no acudían a sus trabajos y los comercios permanecían cerrados, por lo que el Ayuntamiento y el virrey ofrecieron una recompensa a quien lograra capturar y acribillar a la terrible bestia, pero ningún hombre se atrevía. Una tarde, la gigantesca serpiente se arrastró por la acera hasta llegar a una casona humilde, hecha de adobe y con agujeros por todas partes. La casa a la que había llegado era la de María, en donde su hermano de seis años se encontraba plácidamente jugueteando con los diminutos muñecos de madera que poseía. Con ojos enfurecidos, la feroz serpiente observó al pequeñuelo, mientras que por su hocico desprendía glándulas de saliva a la vez que dejaba expulsar su prolongada y repugnante lengua. Sin dejar escapar a su presa, el gigantesco reptil se abalanzó contra el niño, quien sólo pudo responder con un gesto de pánico. En segundos y de un solo bocado, la bestia le devoró la cabeza succionándola instantáneamente. El pequeño cuerpo de aquel inocente infante se desvaneció y el piso se inundó de sangre dejando un inmenso charco rojo. La noticia estremeció a María y a su padre, quien abatido por tan terrible desgracia, internó a María en un convento, mientras que con los pocos bienes que aún poseía ofreció una recompensa a aquel que aniquilara a la terrible serpiente. Y aunque pocos se atrevían a enfrentarla, fracasaban en su intento. Un buen día, se apareció un jinete aguerrido con el rostro oculto por la visera de un casco llevando consigo una espada, y decidido a asesinar a la espeluznante bestia. Algunos pobladores lo observaron desde los cristales de sus ventanas y entre gritos, clamaban su valentía. De pronto, el jinete vislumbró a la serpiente desde el lado opuesto, y corrió en su persecución; atravesó a todo galope la plaza y le dio alcance. Ante una lucha desenfrenada, un tajo certero de la espada arrancó la cabeza del reptil que en su agonía se zangoloteó con desesperación hasta que murió.Así, este hombre fue bautizado como “el que mató al animal”, quien generosamente fue recompensado por su valentía con una modesta casa y un título de nobleza. El padre de María, al descubrir que aquel jinete que desafió y asesinó a la bestia se trataba de Juan Luis, le otorgó la mano de su hija para que llevaran a cabo el sueño de unirse en matrimonio. La boda se celebró y los habitantes de la ciudad de Puebla pudieron recuperar nuevamente la tranquilidad. Desde entonces en Puebla, se recuerda la grandiosa hazaña del hombre que mato al animal.
El Diablito del Cerro de San Miguel
(Ciudad de Atlixco)

Hace muchos años ya que en Atlixco se acostumbra realizar año con año la celebración del día de San Miguel durante el último domingo de septiembre. Subir al cerro de San Miguel y participar de las fiestas en honor al santo era uno de los momentos que más disfrutaba el cura Uribe, quien se encargaba de llevar todos los años, la figura del diablo, recordando a la población lo importante que era evitar los pecados y jamás dejarse tentar por este maligno ser.
 
Un año como cualquier otro, el cura se dispuso a dirigirse muy temprano a la Sacristía de la Iglesia de San Francisco y tomar la figura para después llevarla a la celebración. Al encontrarse de frente con el diablo de madera, pudo observar como algunos extraños dibujos marcaban la espalda de la figura.
 
Molesto, pensando que podía tratarse de una broma de mal gusto, tomó a la figura y la llevó hasta el cerro, cubriéndole la espalda con un manto para evitar que otros vieran aquellas marcas.
 
Al terminar la feria y después de un día de intenso júbilo para el pueblo, el cura Uribe tomó en sus manos al diablo, para colocarlo de nuevo en la Sacristía. El camino, de por si ya pesado, se hacía cada vez más, la figura parecía pesar toneladas y los brazos le eran ya muy torpes para cargar tal peso. Los últimos pasos, ya con el diablo a rastras, fueron los peores para el sacerdote, quien con sus últimas fuerzas puso la figura en su sitio, con el frente hacia la pared, como siempre lo hacía.
 
Cerrando con llave y candado, se retiró a sus aposentos para al fin descansar de aquel día tan ajetreado. La mañana siguiente, cuando esperaba poder descubrir quien había dañado la imagen del diablo, súbitamente se levantó de la cama al ver en sus sueños aquel diablo con su mirada penetrante y sus labios sangrando, dirigirse hacia su lecho para terminar con su vida.
 
El rostro del cura palideció por completo cuando al incorporarse tuvo frente a él, justo en la repisa de su cuarto, la figura de aquel ser que lucía monstruoso y que ahora tenía más dibujos no sólo en la espalda sino en todo el cuerpo.
Mientras recordaba que nadie excepto él tenía llaves de la Sacristía y de su habitación, el aliento le faltaba y su corazón latía con extrema rapidez. Recuperando su valentía, corrió hasta la repisa, tomando al diablo con un paño blanco y se dirigió al sótano, donde lo arrojó al vacío y nunca supo más de él.

El padre Uribe murió años después, pero todos aquellos que recorren los interiores y habitaciones de los sacerdotes, aseguran que la imagen del diablo de San Miguel aparece en las puertas y en la Sacristía, esperando algún día ser liberado de la oscuridad donde fue arrojado.

El espejo
(Sierra Norte de Puebla)



Dicen que en un antiguo y lejano pueblo de la sierra de Puebla, un joven caminaba por la noche con un cargamento de espejos que debía entregar en una región cercana. Sin embargo, el cansancio y el frío lo hicieron detenerse en su camino, donde encontró a un hombre viejo, quien lo invitó a sentarse junto a él en la fogata y beber un poco de aguardiente, que mitigaría su malestar y le harían recuperar las fuerzas.

Platicaron largas horas, y durante todo el tiempo, el viejo no quitaba de encima los ojos de aquellos espejos, donde él decía, vivía el diablo. La tristeza comenzaba a notarse en la mirada del hombre y el aguardiente se consumía cada vez más rápido en su interior.

El viejo le contó al vendedor de espejos, que un día, cuando se realizaban los festejos d San Miguel Arcángel, él y su mujer decidieron asistir a la celebración, sin saber que el diablo los seguía y ese día regresaría con ellos a casa.

Todo el día fue de fiesta y baile, y al regresar, por el pueblo pasaron por diversas tiendas, en las que Matilde, la esposa del viejo, vio un enorme y hermoso espejo, el cual de inmediato el hombre compró para complacer a su mujer.

El viejo notó desde el primer día, que Matilde pasaba largo tiempo frente al espejo, observando su rostro con una mirada muy especial, lo cual al hombre no le gustó. Sin embargo, la fascinación de Matilde por el espejo comenzó a aumentar, hasta que pasaba horas frente a él, peinándose y colocándose listones de colores en el cuerpo, lo cual el viejo decía era únicamente para complacer al diablo, a quien estaba seguro, su mujer le coqueteaba descaradamente.

El enojo del viejo llegó a su límite cuando observaba que mientras él y su mujer estaban en la cama, ella buscaba mirar el espejo mientras sonreía, lo cual indicaba que ella era abiertamente la amante del diablo. Así pasaron días, hasta que una noche al regresar del trabajo, el viejo descubrió a Matilde desnuda frente al espejo, acariciándolo y con una mirada llena de fuego.

La ira del viejo se desató. Tomó a Matilde del cabello y la mató en ese mismo momento, al igual que destrozó el espejo en pedazos, terminando con la tentación del diablo.

A su mujer la enterró en una cañada y volvió al pueblo diciendo que ella lo había abandonado por otro hombre y pasó siete largos años de mala suerte, los mismos que se pagan al enfrentarse el diablo en el espejo y no volvió a conocer a ninguna mujer que lo deslumbrara como lo hacia Matilde.

El joven vendedor de espejos estaba absorto en sus pensamientos mientras miraba la fogata, y al sacudirse de aquella extraña sensación, se percató que se hallaba completamente solo, en medio de una cañada, donde no había ni una casa ni un alma. Acostado sobre la tierra, contemplaba a su lado, un espejo roto donde la figura de una mujer se miraba y sonreía.

El Chignautla
(Ciudad de Teziutlan)


Hace miles de años que en Teziutlán, conocida como la Perla de la Sierra de Puebla, se vivió una de las historias de amor más hermosas de la historia de Puebla.
 
Al grito de guerra y el vibrar de los teponaxtles, se rompió el sueño de tres hermosas doncellas aztecas: Ixcaxóchitl, la dulce prometida de Xaltócan; Quilatzi, la altiva novia de Maxtla; y Yaocíhuatl, la prometida de Tayátzin.
 
Tristes y angustiadas, las 3 doncellas caminaron juntos con sus amados guerreros hacia la montaña, donde los despidieron y los vieron partir hacia la lucha, esperando pronto su regreso y jurando que los esperarían para casarse con ellos en cuanto la guerra terminara.
 
Muy lentamente pasaban los días y la incertidumbre crecía en el corazón de las jóvenes que oraban a Huitzolopoxtli, dios de la guerra, para que les permitiera a sus amados hombres, volver con ellas.

Fue algunos meses después que el padre de las doncellas, Tepáctin, regresó de la guerra. Envuelto en sudor y tierra, les ordenó a las jóvenes que volvieran a su casa, que no podían seguir esperando en la montaña el regreso de sus guerreros.
Los ojos de las doncellas se llenaban de lágrimas mientras su padre les decía que Maxtla, Tayátzin y Xaltócan habían hallado la muerte en la batalla. Ordenaba que volvieran las mujeres a su hogar y siguieran con sus labores cotidianas.
-Ya las desposarán otros valientes hombres. Ahora, vengan conmigo.
 
Las jóvenes, a pesar del gran respeto y amor que sentían por su padre, le dijeron que esperarían, pues así lo juraron y así lo cumplirían. Ya tendrían tiempo después para hilar sus vestidos de boda y dejar en orden su casa, pero ahora debían esperar.
 
Ni ruegos, ni amenazas doblegaron la voluntad de las jóvenes doncellas que a pesar de su espera, sabían bien que sus amados guerreros no regresarían, y fue así que en ese momento cada una formó un montículo donde se recostaron, hasta esperar su muerte.
 
Fue entonces que Mixtli, la diosa de las nieblas, llegó a la montaña y formó los mantos que cubrirían a las doncellas y de su profundo dolor, obtuvo nueve lágrimas con las que hizo nueve manantiales que aún siguen brotando y sus cristalinas aguas llegan hasta el mar, recordando las lágrimas de las doncellas que murieron de amor.

La Calle de la Calavera
(Ciudad de Puebla)

En lo que actualmente es la calle 7, número 700, se vivió hace ya varios siglos una de las historias más trágicas de la ciudad.
En aquel entonces vivían en una suntuosa casa el marqués Don Juan de Ibarra, un hombre mayor de 83 años, con su esposa doña Inés Torroella, una mujer joven que al casarse con el marqués sólo tenía 23 años, y la hija de la pareja, Estrella  Ibarra, una joven de gran belleza, que deslumbraba con su encantador y angelical rostro a todos los jóvenes de la capital.

Llegaba abril de 1649, cuando la ciudad se llenaba de fiesta al realizarse la consagración de la catedral, por lo que la joven participaba al igual que todos en los festejos, pero dedicaba un tiempo a rezar su rosario en el templo, sin darse cuenta que un apuesto joven la observaba.

Al mirarlo, el amor nació instantáneamente entre los dos, quienes decidieron seguirse viendo a solas durante un tiempo, a pesar de que la idea era del todo molesta para el marqués, quien le pidió a Estrella se olvidara de Alberto, su gran amor.

Estrella dejó de ver por unos días a su amado, pero al no soportar más esta separación, decidió escapar con Alberto hacia un lugar en despoblado, donde se casaron y vivieron felices, aunque esta alegría poco les duraría.

El marqués sufría en su morada la desdicha de saber que su hija lo había desobedecido y sufría alucinaciones, fiebres constantes y un dolor insoportable. Su mujer lo acompañaba en su cuarto, pero una noche, al dejarlo un momento a solas, el marqués escapó y vagando por toda la ciudad, consiguió averiguar el paradero de su hija.

Caminó y corrió hasta llegar a la puerta donde su Estrella, con el rostro pálido, quedó petrificada al verlo delante de ella. Alberto intentó tranquilizar la ira de su suegro, pero lo único que consiguió fue enfurecerlo más y que éste, lleno de rabia, lo persiguiera hasta el sótano de aquella casa, donde finalmente le clavó un puñal en el cráneo.

Doña Inés llegó momentos después, al saber de la huida de su marido, encontrando la terrible escena: su esposo moribundo, su hija paralizada y enloquecida y Alberto, muerto en el sótano, por lo que decidió llevarse a su hija de vuelta a su hogar, tratando de calmar su terrible dolor.

Una noche, en la memoria de la perturbada mente de Estrella surgió un recuerdo de su amado y de su antiguo hogar, por lo que sin dudarlo, salió corriendo hasta el lugar, donde prendió una vela y bajando hasta el sótano, encontró el cráneo de Alberto, el cual tomó en sus brazos y corrió de nuevo lanzando escalofriantes gritos de dolor, hasta caer muerta, en el umbral de la puerta.

La joven fue hallada al siguiente día, con el cráneo en brazos y desde aquel día, todos los que viven cerca de este sitio, aseguran que por las noches se escuchan los terribles gritos de Estrella que llora por su amor, y se puede ver la calavera de Alberto, brillando en lo profundo de la oscuridad.
 La Amistad de Nahuani y Orizaba
(Leyenda del Citlaltepetl o Pico de Orizaba)
 

En la ciudad de Orizaba se cuenta que hace mucho tiempo, en la época en que los olmecas habitaban estas regiones, había una guerrera llamada Nahuani, quien siempre llevaba consigo a su amiga y consejera Orizaba, una hermosa águila pescadora.

En una de tantas batallas, Nahuani fue vencida, por lo que su amiga Orizaba, transida de dolor, se elevó a lo más alto del cielo y se dejó caer a la tierra, y el lugar en donde cayó, poco a poco se fue formando una montaña hasta convertirse en un poderoso y magnífico volcán.
 
Después de un tiempo, Orizaba se acordó de lo sucedido a Nahuani por lo que hizo estallar su furia haciendo erupción en varias ocasiones, y para calmar su furia, los aldeanos de la tribu debían subir a lo más alto del volcán a rendir culto a Nahuani, mediante peregrinaciones y ofrendas.

Ahora el espíritu de esa amistad brilla con toda su intensidad en el lucero de las mañanas, sobre el cerro de la estrella, el poderoso Citlaltépetl.
  
  La China Poblana

  
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La “China Poblana” ha llegado a ser con el tiempo el símbolo de la mexicanidad y por lo mismo en el ámbito internacional, una hermosa mujer vestida de China Poblana representa a México frecuentemente, salvo algunas excepciones.
En este espacio narraré brevemente quién fue en realidad esta mujer que llegó a las alturas de la santidad, a quien un célebre poblano la considera como uno de los Ángeles de Puebla.
El nombre verdadero de esta célebre mujer fue Mirrah y Catarina de San Juan por su bautizo y “China Poblana” por su emblema. Nace en un lugar determinado del Reino Mongol, de familia noble, posiblemente a principios del siglo XVII, siendo muy niña fue raptada por los piratas y después de un viaje muy accidentado fue vendida como esclava en Manila, Filipinas, allí fue instruida por los jesuitas, quienes la bautizaron y le inculcaron la religión católica, así como la lengua española.
Desde muy pequeña tuvo alucinaciones que le mostraban el reino de Dios y a los jesuitas como sus protectores, por lo que después de sus cotidianas labores se entregaba a la oración llenando todo su tiempo en profundo misticismo.
De Filipinas la llevó a Puebla de los Ángeles el capitán Miguel de Sosa, quien había ido al puerto de Acapulco a recibir a un compadre que traía a Catarina entre un grupo de esclavos procedentes del Oriente para servir como esclavos; sin embargo, el capitán Sosa eligió a Catarina para que fuera la compañera de su esposa porque no tenía hijos.
Muy pronto el hogar de los esposos Sosa se vio iluminado con la belleza y sumisión de Catarina, ya que era muy dócil y obediente, ocupando el lugar de verdadera hija, quien siguió cultivando la amistad con los padres jesuitas y de las religiosas que frecuentaban su hogar.
Pasaba el tiempo y la niña crecía en belleza y en cualidades, su distinción denotaba su linaje, pues posiblemente allá en la India debía ser una princesa.
Los vecinos de Puebla empezaron a llamar a Catarina “China Poblana”, ya que todo lo que procedía de Oriente lo llaman “chino”, pero la muerte, que a nadie perdona, llegó a llevarse a don Manuel de Sosa, dejando escrita la liberación de Catarina y una dote para ingresar al convento;pero Catarina se negó a ello, diciendo que Dios estaba en todas partes y no solamente en el convento.
Catarina fue a trabajar a la casa de un anciano sacerdote; pero este jesuita tenía un sirviente ya liberado, el que se prendó de Catarina, solicitándola en matrimonio y su esposo la lleva a radicar a Veracruz, donde poco tiempo después enviuda y regresa a Puebla, sosteniéndose de la elaboración de los dulces que tanta fama le han dado a Puebla hasta la actualidad, viviendo modestamente y llevando una vida profundamente religiosa.
Pasan los años y al llegar el año 1688, una enfermedad la lleva a la tumba para encontrarse con Dios, como tanto lo había deseado, muriendo en olor de santidad, siendo sepultada en la sacristía de la Compañía de Jesús, donde actualmente se encuentran sus restos mortales cumpliéndose en ella palabras de Sor Juana Inés de la Cruz:
“Este que ves engaño colorido... es cadáver, es polvo, es sombra, es nada...”
 
 
 En una Vecindad de Puebla
(Ciudad de Puebla)  


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Hace mucho tiempo, según nos contaba Don Silvestre Serna, en una vecindad poblana habitaban varias familias, unas con mejor situación económica que otras.
Había familias muy pobres que pasaban hambre, mientras otras tiraban la comida por tenerla en abundancia. Era gente poco compartida e indiferente a la necesidad de los demás y no les importaba calmar el hambre de quienes sabían no tendrían para comer, inclusive preferían tirar sus sobrantes en la alcantarilla todos los días.
Cierto día en que un padre de familia se desveló preocupado por conseguir algún trabajo que le permitiera alimentar a su familia, vio de repente unos cerdos que se acercaban a la alcantarilla para comer y después de saciar su hambre se retiraban.
Esto despertó su curiosidad y al día siguiente se quedó para descubrir ese misterio.
La siguiente noche, el hombre vio que sucedía lo mismo, pero cuando los cerdos terminaron de comer los siguió para ver a dónde se dirigían.
Menuda sorpresa se llevó cuando se dio cuenta que se dirigían a la casa de los ricos y que al llegar a la puerta se convirtieron en las personas que ahí habitaban, entrando a la casa.
Éste era el castigo a su egoísmo, tal vez de esta manera tendrían la oportunidad de cambiar sus sentimientos...



Anonymous

Kamberley

05 Oct 2011 - 02:48 pm

Just what the dooctr ordered, thankity you!

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